La Gota

La brocha, con su rutinario ir y venir, esparcía la blanca pintura sobre la vieja mesa de jardín. Cuando su recorrido se vio alterado por una gota de agua.

José levantó la cabeza para ver el origen de tan impertinente injerencia. El cielo estaba despejado, sin una sola nube, luciendo un espléndido sol en aquella tarde de Agosto.

Pensó que la gota que había interferido en el trazado del pincel podría haber tenido su origen en algo mucho más cercano que una nube. Podía tratarse de una gota del sudor que empapaba todo su cuerpo  y que podría haberse deslizado desde su frente hasta la superficie que intentaba restaurar.

Pero no, no era una gota de sudor, era: una lágrima, de las muchas que anegaban sus ojos y que había caído accidentalmente, quizás con el objetivo de reclamar su atención.

Aquella era la primera tarde que estaba solo. Y lo peor no era la falta de la compañía, lo peor era la soledad y el vacio interior que sentía.

Como si se tratara de un bucle sin fin, en su mente repicaban las mismas palabras una y otra vez:

-Ni te quiero, ni te he querido nunca. Solo me casé contigo para huir de mis padres.

Esta frase, pronunciada hacía poco tiempo por la madre de sus hijos, le estaba atormentando; y con cada una de sus incisivas réplicas hacía que se sintiera más vacio, más solo.

Habían transcurrido apenas dos semanas desde que abandonara el hogar, conjuntamente con sus hijos, dejándole a ella la casa y casi todos los bienes. Solo se llevó consigo aquello que más quería, sus hijos. Pero, obligado por el régimen de visitas, este fin de semana era primero que iba a pasarlo solo, completamente solo.

A su mente acudían recuerdos que hacían aumentar el caudal de sus incesantes lágrimas. Sus ojos ya no veían con claridad el trazo de la brocha.

El sol se reflejaba sobre la pintura blanca recién colocada haciendo que fuera en aumento la borrosidad de las imágenes.

El calor aumentaba, al igual que lo hacía el sudor y la angustia que invadían su cuerpo y su alma.

José se incorporó, abandonando descuidadamente la brocha sobre la superficie a medio pintar, y emprendió su recorrido con la intención de refrescarse bajo la ducha.

En su torpe huída de la agobiante sensación que experimentaba tropezó con el bote.

La pintura empezó a esparramarse por el suelo de la terraza, la lágrima seguía encima de la mesa a medio pintar, el sudor de su frente se mezclaba con las lágrimas de sus ojos y en la mente, una y otra vez la sarcástica voz que le repetía de forma incansable el mismo estribillo:

-Ni te quiero, ni te he querido nunca. Solo me casé contigo para huir de mis padres.

Entró en el interior de lo que intentaba convertir en su nuevo hogar, encaminándose hacia el baño. Frente a él, en el espejo, la triste figura de alguien que le preguntó:

-¿Vale la pena? ¿Todo esto vale la pena?

José se quedó mirando aquellos ojos, aquella mirada vacía, tan vacía como sentía que era su vida, mientras el rostro del espejo le seguía increpando.

-¿Vas a seguir sufriendo? ¿Hasta cuándo? ¿Porqué? ¿Por quién?

Su interlocutor estaba enfatizando el tono de sus preguntas, poniendo en aumento el tono incisivo de su monólogo, pasando de las preguntas a los insultos

-Imbécil, eso es lo que eres. Un pobre imbécil al que le han robado los mejores años de su vida.

“Cornudo, un pobre cornudo del que se han reído en su propia cara, de que no supiera ver lo evidente del engaño.”

“Pobre. Pobre de espíritu. Tan pobre que ya no te queda nada, Ni tan siquiera tus hijos ¿Dónde están ahora? ¿Comiendo con su madre y probablemente en la compañía de aquel que se hacía llamar amigo tuyo para arrebatarte lo que más querías? Eres tan pobre que no tienes nada.”

José rompió su silencio con un grito:

-Mi vida, tengo mi vida.

-JAJAJAJA- Retumbó la sarcástica risa de su reflejante interlocutor- ¿Tu vida? Esto n o vale nada, absolutamente nada.

Sin saber cómo, en sus manos estaban los frascos de las pastillas que el médico le había recetado, para combatir el estado depresivo en el que se encontraba.

- ¡No serás capaz! Retumbó provocativa la voz en el espejo.

-Si no has tenido la valentía de defender tu pasado ¿Cómo puedes pensar que tengas el valor de acabar con tu futuro’

No lo pensó más, abandonó el baño. En sus manos aún todas las pastillas, que había ido sacando, una a una, como si desgranara un racimo de uvas.

Encima de la mesita de lo que se suponía que debía de ser su salón comedor, aún estaba la taza del café que había tomado después de la comida. Y junto  a la taza, la botella de Whisky recién empezada y el vaso vacío.

Las pastillas cayeron, una tras otra, repicando en el fondo del vaso. Luego, empezaron a flotar sobre el whisky que llegó a cubrir todo el vaso. Un instante después, el vaso volvía a estar vacío sobre la mesita.

José miró el vaso, miró sus manos y miró su corazón. Todo estaba vacío, completamente vacío.

Tomó otro frasco de pastillas, y repitió una vez más todo lo que había hecho anteriormente, como si quisiera estar seguro de que realmente lo había hecho.

Luego, ya solo se llenaba el vaso con el whisky y se volvía a vaciar y así hasta que la botella se unió al grupo de las cosas vacías.

Pronto sus párpados empezaron a volverse pesados. Tal parecía ser  que hiciese días que no durmiera.

Los recuerdos se mezclaban de forma desordenada con sus pensamientos, cada vez más alejados de la realidad. El calor sofocante hacía aún más angustiosa la sensación de somnolencia que le estaba embargando.

El sudor y las lágrimas parecían formar una mezcla pegajosa que impedía que sus pestañas se separaran.

Se tumbó en el sofá y dejó que sus ojos se cerraran, mientras un agrio sabor, proveniente de su estómago llenaba su boca.

Poco a poco el caos de sus recuerdos cesó y estos comenzaron a fluir en orden; como si se tratara de una película de la cual él era un simple espectador. Empezó a ir desgranando, uno a uno, los acontecimientos que le habían llevado hasta este momento de desesperación.

Hacía poco más de seis meses que había interceptado la llamada telefónica que le puso en alerta.

Sin querer, había conectado, de forma errónea, un aparato telefónico a la entrada de la centralita doméstica, en lugar de hacerlo en los bornes correspondientes a la línea interior que deseaba comunicar.

-Si, yo también te quiero mucho. – Pudo escuchar en el aparato.

Era la voz de Virginia, pero ¿Con quién estaba hablando?

-No te preocupes, él está arriba, en su despacho y no nos puede oír.

Solo conseguía escuchar una parte de la conversación, no se oía al interlocutor.

Muy cuidadosamente pinchó sobre la línea interior desde la que se realizaba la llamada.

-¿Estás segura? ¿Seguro que no sospecha nada?

Era la voz de Antonio, el jefe de Virginia. Su acento portugués no dejaba lugar a dudas.

-No, es incapaz de sospechar nada. ¿Acaso tu mujer sospecha algo?

-No, ni se lo imagina. Lo mejor que hemos podido hacer es juntarnos y salir los cuatro. Son tan idiotas que no pueden llegar a sospechar nada, aunque el fin de semana de la playa pensaba que nos iban a pillar. Toda una semana juntos fue muy arriesgado.

-Yo, - Continuó Virginia- Cuando pensé que se destapaba todo fue en aquella comida en la que tu hija dijo habernos visto en los Pirineos.

Fue entonces cuando José empezó a atar cabos.

En aquellas fechas él se había ido a Disney con el hijo menor a pasar unos días, ya que Virginia le dijo que tenía que quedarse a trabajar.

De repente se abrió la puerta del despacho y apareció Carlos, el hijo mayor.

-Papá ¿Me dejas las llaves del coche?

Con el dedo sobre la boca, le indicó que guardara silencio y que se acercara a escuchar.

Pero algo les había puesto sobre alerta y colgaron inmediatamente.

-Papá ¡Papá!- Seguía gritando Carlos

Algo no terminaba de cuadrar con sus recuerdos. Estas voces parecían más reales, más cercanas.

Efectivamente Carlos había entrado en el apartamento e intentaba despertar a su padre, zarandeándole, intuyendo lo que estaba pasando, en vistas de lo que podía contemplar encima de la mesita.

Ahora  a los gritos de Carlos se sumaron los de su hermano, que tras él había regresado.

Las voces de sus hijos sonaban cada vez más lejos y con menor fuerza. O quizás era él quien no quería escucharlas.

Los dos matrimonios habían salido en numerosas ocasiones tanto de viaje de vacaciones, como de fin de semana, a cenar y comer juntos. ¿Cómo podía sospechar tamaña traición?

Ahora, en sus recuerdos, era otro el escenario.

Era el viernes siguiente a la llamada interceptada. O mejor sería decir el sábado de madrugada.

Todos los viernes por la tarde Virginia tenía reunión para liquidar cuentas y, según ella decía, se quedaban todos los compañeros y compañeras a tomar unas copas, por lo que llegaba un poco tarde.

Aquel viernes no se acostó, se quedó esperando a que regresara Virginia.

-De dónde vienes a estas horas?

-Pues como siempre, pero hablando y hablando se nos hizo tarde.-Replicó Virginia

-No me engañes. Sé lo tuyo con Antonio.

Virginia había palidecido y por un instante pareció que se iba a derrumbar y confesarlo todo. Pero lejos de ello, reaccionó rápidamente.

-Estás loco. ¿Cómo puedes pensar esto? Con lo bien que se ha portado con nosotros Antonio y ahora te da a ti por pensar que estamos liados. ¿Qué te crees que soy? ¿Una fulana? ¿Me estás llamando fulana?

El tono de la discusión fue en aumento despertando a Carlos que tenía la habitación más cerca.

-¿Qué pasa?- Preguntó aún medio dormido

-Tu padre que se ha vuelto loco. Vengo cansada de trabajar toda la semana y me quedo tomando unas copas con mis compañeros y empieza a llamarme fulana y que estoy liada con Antonio.

-Tu sabes que es verdad.- Carlos estaba tomando partido en la discusión.- Yo no he querido decir nada, pero ya te he pillado un par de veces al teléfono.

-Estáis confabulados los dos en mi contra. Pobre Antonio, si se enterara se llevaría un gran disgusto, con lo mucho que os aprecia.

-Ya veremos que opina su mujer.

-No serás capaz de contárselo, de destruir una familia por unos celos sin fundamento. Le chillaba Virginia, mientras le arrebataba el teléfono de las manos.

Carlos volvía a chillar:

-Papa ¡Papa!, Despierta. ¿Qué has hecho?

Se volvían a mezclar las voces de la realidad con los recuerdos del pasado.

Carlos tenía el teléfono en su poder, pero ¿era la realidad o el recuerdo.?

José había abierto ligeramente los ojos y contemplaba como su primogénito tenía el teléfono entre sus manos mientras gritaba.

-Rápido, rápido. Mi padre se muere. Que venga la ambulancia rápido.

Marc, el benjamín, estaba acurrucado en un rincón llorando.

Era el llanto de Marc o el de Virginia. Todo se le mezclaba.

Ahora estaba Virginia llorando en la alcoba. Era el día siguiente a la discusión, cuando José le había dicho:

-No soy tonto ni ciego ni sordo. Así pues, si no quieres que tire de la manta júrame que vas a dejar a Antonio. Si no lo haces por mí hazlo por los niños.

 Con los ojos llenos de lágrimas Virginia le juraba:

-Le voy a dejar. Todo ha sido un mal entendido; pero le voy a dejar.

El escenario volvía a cambiar y el tiempo saltaba al siguiente viernes.

La historia se repetía.

-Me juraste que le dejarías.

-Te digo que estás loco, que no hay nada, que todo son fantasías tuyas.

José sabía que no estaba loco, y que no eran fantasías suyas. Había estado recordando toda una serie de detalles, pequeños detalles, que ahora daban consistencia a los hechos.

Durante dos semanas más se repitieron las mismas escenas. El sábado Virginia pedía perdón y juraba que lo solucionaría y al llegar el viernes siguiente volvía la misma discusión.

José ya no era capaz de percibir lo que estaba ocurriendo a su alrededor.

Los sanitarios habían entrado en su casa e intentaban despertarle. Poco después se los llevaban en la ambulancia camino del hospital más cercano, mientras a su lado sus hijos le llamaban desconsoladamente:

-Papa, papa, despierta, no te vayas.

Pero su mente estaba ocupada en otros menesteres.

Ahora estaba recordando aquel viernes en que ya no la esperó levantado.

En la comida del sábado se levantó y entregó una carpeta a Virginia.

-¿Qué es eso?

-El informe de la agencia de detectives.

- ¿Me has puesto un detective?! ¡Eres un cerdo!

-¿Vas a negar lo que es evidente?

-No puedes tener ninguna clase de pruebas. No pueden habernos visto.

-Hay conversaciones grabadas entre Antonio y tú que valen más que cualquier fotografía. Grabaciones con más gemidos que palabras.

-No pueden haber puesto micrófonos en la habitación, no vamos nunca al mismo sitio.

Se acababa de descubrir, pero esto no le bastaba a José.

-Pero hay algo que si que va contigo siempre a todos los sitios: Tu bolso.

-Me has colocado algo en el bolso?

Había esbozado una sonrisa sarcástica al contestar:

-Pues claro. ¿Quién es el imbécil ahora?

-Yo te juro que… Balbuceó Virginia

-Nada, no juras nada.- Le interrumpió.

-Solo me vas a firmar los papeles de separación y la renuncia a la custodia de los hijos.

-Debemos arreglarlo, mis padres se morirán del disgusto si se enteran. Y si se entera la familia de Antonio puede ser su ruina, ya que lo tiene todo, incluso el negocio a nombre de la mujer.

El tono había cambiado, ahora ya no estaba altanera, más bien estaba suplicante.

-Digamos que nos separamos porque ya no nos avenimos, pero que no salga a la luz nada de todo esto. Puedes hacer mucho daño.

-Acaso te has parado a pensar en el daño que me has hecho tu a mí. Te he dado varias oportunidades de que arreglaras las cosas. Me has jurado arreglarlas y me has vuelto a mentir una vez tras otra. ¿Y el daño que les haces a tus hijos no cuenta? Prefieres renunciar a tus hijos que a Antonio.

Carlos había permanecido callado, pero ya no pudo aguantar más y dirigiéndose a su madre le dijo:

-Papá tiene razón. Otro no te habría perdonado ni la primera vez, y tu le has engañado.

-Esto no va contigo- Le chilló la madre.

-¿Qué no va conmigo? Ahora, cuando alguien me llame hijo de puta, tendré que callarme porque tendrá razón.

La bofetada retumbó por todo el salón.

-Soy tu madre y merezco un respeto

Carlos salió de la casa, no sin antes decir:

-El respeto que tú has tenido con papá.

La ambulancia ya había llegado al hospital y el médico de urgencias preguntaba a Carlos que es lo que había pasado.

Carlos había tenido la sangre fría de coger los botes vacíos de los medicamentos, pero no podía concretar al médico la cantidad que en cada uno pudiera haber.

No quedaba más remedio que efectuar un lavado de estómago.

José seguía sin percatarse de lo que estaba ocurriendo.

-¿Cuánto te has gastado en espiarme?-resonaba en su cabeza la voz de Virginia.

-Eso no te importa.

Realmente todo era un montaje, de algo tenía que servirle sus conocimientos de informática. Había simulado un expediente y una factura de una compañía, inexistente, de investigadores especializados.

Había confeccionado unas condiciones de separación como si las hubiese redactado un bufete de abogados.

La cuestión era que por fin ya no le llevarían la contraria, ni le llamarían loco. Pero esto nunca lo iba a saber nadie.

Al día siguiente le pasaron una llamada en la oficina:

-Hola José, soy Antonio

-De verdad que lamento mucho todo lo que ha pasado.-Su acento portugués no dejaba lugar a dudas de quien se trataba.- Pero son cosas que pasan. Ahora lo más importante es mantener la calma y no dejar que paguen justos por pecadores.

-¿Qué me estás contando Antonio?

-No te alteres. Pero piensa que tengo una familia.

- ¿Y qué pasa? ¿Es que tus hijos son mejores que los míos?  ¿Yo no tenía una familia?

Antonio intentaba apaciguarle:

-Debes entender que se nos fue de las manos, pero el daño ya está hecho y no es justo….

No le dejó terminar la frase.

-Vete a la mierda! Cerdo.- Y José colgó el teléfono.

-Nuevamente es un tal Antonio al teléfono,- le comunicó la secretaria

-No estoy

El estómago de José se había vaciado, y únicamente expulsaba la bilis.

Estaba empezando a recobrar ligeramente la conciencia y el dolor era insoportable. Le dolía el estómago, la garganta la cabeza.

Se le mezclaban las imágenes de las verdes figuras, que se movían a su alrededor con las de las luces del techo que parecían empeñadas en interpretar una danza al compás de las pulsaciones que retumbaban en su cabeza.