El Ateo

El rostro completamente mojado, no podía distinguirse entre el agua de la lluvia, las lágrimas de los ojos o el sudor provocado por la extenuante carrera que estaba realizando. Las luces del pueblo se le hacían muy lejanas por más que corría y corría no conseguía llegar hasta las primeras calles. Sus pensamientos no eran otros que dirigirse a su Dios en el que tanto había confiado desde que tenía uso de razón y al que le enseñaron a encomendarse, especialmente cuando se trataba de ocasiones especiales, y se le hacía que no había ocasión más especial que aquella para dirigir sus plegarias al cielo en espera de que fueran escuchadas. No importaba la penitencia que tuviera que realizar, no importaba la promesa que ofreciera realizar; todo era poco, haría cualquier cosa con tal de que el ser que más quería en este mundo, el ser que le había dado la vida no le abandonara.

Conocía bien el camino hasta el pueblo, no en vano lo andaba a diario para ir a trabajar en plena oscuridad, la misma oscuridad que ahora le envolvía, incluso corriendo para no perder el tren; pero de nada le sirvió su experiencia, no pudo evitar tropezar con aquel pedrusco y caer en el mojado suelo; pero esto no le importó, debía seguir corriendo hasta llegar a la casa del médico, no importaba si sus rodillas sangraban al igual que lo hacían sus manos y su frente, cuya sangre se unía al sudor, las lágrimas y el agua de la lluvia. Con sus ensangrentadas manos intentaba apartar de los ojos la amalgama que le impedía ver con claridad.  

Por fin, ya en el pueblo, tenía la esperanza de que alguien pudiera verle y ayudarle, pero a aquellas intempestivas horas, pasada la media noche, nadie paraba por las calles y menos en un día frio y lluvioso, así que no le quedaba otra que seguir corriendo hasta llegar a casa del médico, cuya puerta comenzó a aporrear hasta conseguir que éste le abriera.

-Mi madre, doctor, mi madre se muere, venga corriendo.- Suplicó mientras no paraba de llorar.

El galeno intentó tranquilizarle mientras se vestía precipitadamente y tomaba su maletín solicitándole que le informara de lo ocurrido.

-He escuchado a la abuela y a mi padre llamar a gritos a mi madre; he salido de la habitación y he visto a mi abuela y mi madre abrazadas en el suelo retorciéndose y mi padre que iba hacia donde estaban ellas, mi primera reacción ha sido gritar a mi padre que no las tocara y dar un golpe al contador de la luz para cortarla. Hemos podido despegar a mi abuela de mi madre, pero ella no respondía, mi madre no reaccionaba a nada. Tiene que salvarla doctor, corra doctor.

Los dos se dirigieron hacia la solitaria casa en lo alto de la colina al paso más rápido que podía llevar el doctor. Por fin llegaron, el comedor estaba alumbrado únicamente con velas. El médico tras intentar ejercicios de reanimación tan solo pudo hacer una cosa, certificar la muerte de la mujer.

Estaba claro lo acontecido. Después de una larga jornada en la fábrica y haber cenado, la madre había esperado a que toda la familia estuviera acostada para barrer y fregar los suelos, con tan mala fortuna que la bayeta se había enrollado con la mesilla del televisor recibiendo una enorme descarga que hizo volcar el cubo del agua sobre su cuerpo lo que facilitó aún más la conductividad. Por aquellos años no existían mecanismos de protección, tan solo unos fusibles.

-Deberías ir a buscar al cura. – Recomendó el doctor, pero antes habría que limpiarte estas heridas, se te podrían infectar.

Nada le importaban sus rasguños, se limitó a lavarse la cara y nuevamente emprendió la misma carrera que había realizado poco antes, solo que esta vez había que cruzar todo el pueblo, la iglesia estaba más lejos, pero esto no ocupaba sus pensamientos, estos aún estaban albergando la esperanza de que cuando llegara el párroco se obraría el milagro de ver como su madre recuperaba la vida.

Nuevamente había que aporrear otra puerta. En esta ocasión lo que se abrió fue el balcón que se hallaba sobre el portal de la casa parroquial que había junto a la iglesia.

-¿Qué quieres a estas horas?- Preguntó el sacerdote.

-Mi madre se está muriendo; me ha dicho el médico que tiene que venir a darle la extremaunción. Dese prisa padre.

Al poco se abrió otro portal por el que apareció un viejo automóvil, pero impecablemente limpio y cuidado. El sacerdote invitó al agotado muchacho a que subiera y le indicara el camino para llegar hasta su casa. Una vez allí el clérigo tan solo pudo ungir los santos óleos al cuerpo de la difunta madre.

La abuela no paraba de llorar, el padre estaba sentado en una silla fumando, compungido y sin saber que hacer.

-¿Hay algún familiar al que queráis avisar? – Preguntó el párroco.

-Sí, pero vive en la ciudad o yo no sé conducir la moto de mi padre y ahora está arreciando la lluvia. Yo estoy muy cansado y de noche no sé si podré llegar andando. – Solo pudo decir el joven.

-Yo te llevo en el coche. No te preocupes vamos para allá.

Ya en el camino el sacerdote aprovechó para recriminarle que nunca le había visto por la iglesia.

-Es que voy todos los domingos al colegio donde estudié allí soy monaguillo y ayudo a un par de misas y ya me quedo todo el domingo, pues también soy catequista. Me llevo algo de comer y luego por la tarde vemos cine en el mismo cole después del rosario y regreso en el último autobús. – Se excusó.

La cara del sacerdote cambió su gesto agrio por una sonrisa.

-Ahora comprendo porque no te he visto nunca. No importa donde lo hagas con tal de adorar a Dios, ya que éste está en todas partes. – Fue la complaciente respuesta del sacerdote mientras su mano derecha acariciaba el aún mojado pelo de la cabeza del joven.

Todo lo demás fue un rosario de hechos, encontrar a la familia, regresar a casa, contactar con la funeraria, el velatorio, la visita de la Guardia Civil, reponer la electricidad.

Por fin llegó el momento de despedir el féretro recibiendo el pésame a la salida de la iglesia de todos cuantos habían asistido a tan triste evento. El camino hasta el cementerio se hizo corto, pues unos pocos pasos lo separaban de la iglesia.

De vuelta hacia casa quiso pararse y entrar nuevamente en la iglesia juntamente con el párroco, el cual se dirigió a la sacristía para despojarse de los hábitos.

Se colocó frente al altar, alzó la vista mirando al crucifijo que majestuosamente presidía el ábside, y dirigiéndose al Jesús crucificado le dijo:

-Desde niño te he dedicado mi vida, nunca he pedido nada para mí, solo mantenerme limpio y puro, he confesado mis pecados veniales, pues nunca he cometido de mayor gravedad he cumplido la penitencia que se me ha impuesto. He enseñado a los más pequeños tus preceptos, en la catequesis; me levanto y me acuesto rezándote. Ahora solo te pedí una cosa, que no me arrebataras a mi madre. No me has querido escuchar, te prometí que haría lo que quisieras con mi vida si salvabas a mi madre, incluso dedicarla a ti y hacerme sacerdote, pero todo te ha parecido poco. Ya solo me queda una cosa que puedo darte a partir de ahora, mi odio. No me esperes más en ninguna iglesia, no esperes más mis alabanzas ni mis rezos, no esperes más que predique tu palabra. Tú y yo hemos terminado para siempre. No volveremos a ser amigos.

Al salir de la sacristía el párroco pudo escuchar sus últimas palabras por lo que se acercó para consolarle:

-¡Yo ya no tengo dios! – Fue la única frase que pronunció mientras salía llorando del templo.

Jamás volvió a orar, tan solo pisó las iglesias en algunos actos por compromiso con respeto, pero sin devoción. Arrancó de su pecho la medalla del sagrado corazón y siempre que ha tenido ocasión ha proclamado ser una persona sin dios.