Érase una vez… Ya sé que así comienzan la mayoría de los cuentos e historias, pero me pregunto ¿Porqué la mía no puede empezar igual? Así pues, permitidme empezar con:
Érase una vez un joven. No, no importa demasiado la edad, solo pensad que era un joven en edad escolar. Ir al instituto cada día era para él una verdadera tortura y no hablo de forma metafórica, realmente se trataba de una tortura física.
No se trataba de que padeciera ninguna minusvalía, ni que el centro educativo estuviera lejos de su casa; el problema era otro bien diferente; el joven estaba bastante obeso, pero su obesidad no le impedía moverse libremente, cargar con sus libros e incluso poder correr cuando iba con el tiempo justo.
No seáis impacientes; ya os cuento el porqué ir al colegio le resultaba una tortura. Cada mañana cuando estaba a escasos metros del insti se encontraba con un grupo de chicos y chicas de más o menos su misma edad. No importa si había más chicos que chicas o viceversa, lo importante es que el grupo era de ambos sexos.
Cuando el joven en cuestión hacía su aparición podía escucharse en el grupo un murmullo que iba en crescendo a medida que él se acercaba, hasta que, al llegar a la misma altura el murmullo se convertía en sarcásticas risotadas e insultos. De nada servía que suplicara que le dejaran en paz; cada día ocurría lo mismo, le derribaban al suelo y le quitaban el bocata del desayuno.
Pero aquel día sería diferente, antes de salir de casa había resuelto que les haría frente y no dejaría que le humillasen más, así que antes de que le derribaran se paró frente al grupo:
-Hoy no me vais a hacer nada, así que más os vale apartaros y dejarme pasar o tendréis que enfrentaros a las consecuencias.
-¿Nos amenazas? – Preguntó el que parecía ser el cabecilla del grupito.
-Solo digo que me dejéis pasar.
Con un gesto ordenó el cabecilla que se abriera el grupo para dejar pasar al joven, pero cuando éste se encontraba en el centro todos cayeron sobre él, especialmente el jefecillo que comenzó a golpearle en la cabeza con sendos puñetazos, hasta que su víctima comenzó a sangrar abundantemente quedando inconsciente.
-Te lo has cargado tío. – Advirtió una chica con el pelo verde y con piersings en la boca, la nariz y las orejas.
Poco después la ambulancia llegaba al hospital para atender de urgencia al maltrecho joven.
En la sala de espera uno de sus profesores intentaba calmar a la madre del joven que estaba siendo operado, mientras dos policías estaban esperando para poder hacer las indagaciones oportunas sobre lo acontecido. Pero el joven nada sabía de todo esto; él no acababa de comprender que hacía en aquel prado, justo a la ribera de un arroyo de cristalinas aguas que transcurrían plácidamente. En la otra orilla una niña con la cabeza cubierta con un pañuelo, en el que había dibujado en número 306, le saludó con la mano. Al percatarse de su presencia el joven le preguntó:
-¿Dónde estoy? ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?
La niña se sentó sobre una piedra indicándole que hiciera lo mismo. Tras mirar a su alrededor, el joven descubrió una roca que parecía ya desgastada por haber servido en multitud de ocasiones para que alguien se sentara en ella, así pues, decidió hacer lo que se le había indicado sentándose y volviendo a mirar a la niña insistió en sus preguntas.
-Estás al otro lado del arroyo, esperando cruzar hasta donde estoy yo, pero no podrás hacerlo hasta que estés decidido a mojarte los pies. El arroyo no es profundo y el agua no está fría, así que no debes temer cruzarlo, pero antes de hacerlo debes estar muy seguro qué es lo que quieres. Mi nombre ya no es mi nombre así que poco importa, al menos para mí, ya nadie volverá a llamarme, aunque estoy segura de que quienes me quieren nunca me olvidarán, pero por más que me nombren no podré responder, así pues, nada importa mi nombre.
“Estoy aquí esperando que vengan a buscarme, pero aún no me han dejado ir a pesar de que saben que no hay otra solución que dejar que acabe mi largo y tortuoso viaje.”
La cara del joven mostraba sorpresa pues no entendía cómo había llegado a aquel apacible lugar. La niña comprendió por lo que prosiguió:
-Levántate y acércate al arroyo y mira fijamente el agua.
El joven se levantó, se acercó al arroyo y contempló el agua, tal y como le indicara la niña de la otra orilla. Cual si se tratara de un espejo pudo contemplar el obeso cuerpo que yacía sobre la mesa de un quirófano rodeado de médicos y enfermeras que intentaban suturar las heridas del maltrecho rostro y cabeza del paciente. Tal era el mal estado de aquella cara que no podía reconocer de quien se trataba, pero algo en su interior le hizo comprender que se trataba de él mismo. Levantó la mirada dirigiéndola a la niña para preguntar:
-¿Soy yo?
-Sí, es tu cuerpo.
-No comprendo.
-A mí me pasó lo mismo varias veces, hasta que crucé a esta orilla.
-¿Estoy muerto?
-No, no estás muerto, solo inconsciente pero tu cuerpo está muy mal.
-¿Y tú estás muerta?
-No, aún no.
De repente el joven sintió el deseo de cruzar el arroyo para llegar junto a la niña y hablar sin necesidad de gritar. Mientras en el quirófano el cirujano respondía a los pitidos de alarma:
-Se nos va. Adrenalina y traed las palas.
A cada descarga del desfibrilador el joven sentía como si alguien le empujara hacia el arroyo, hasta llegado a un punto en el que volvió a quedarse sentado sobre la gastada roca.
-¿Qué me ha pasado?
-No te quieren dejar venir conmigo. Deberás esperar un poco más. Mientras esperas cuéntame que te ha pasado.
El joven narró a la niña lo último que recordaba, la agresión que había sufrido de camino al instituto. También le contó que aquellos acosadores llevaban mucho tiempo maltratándole y burlándose de su gordura.
Apenas había terminado su narración cuando una enorme limusina blanca se detuvo junto a la niña.
-Ya han venido a buscarme, ahora sí que puedo irme, pero no te olvidaré y ten por seguro que te ayudaré tanto como me sea posible si decides regresar. Si por el contrario cruzas el arroyo te estaré esperando.
La limusina se alejó con la niña en su interior y el joven se quedó solo mirando el agua, en la que pudo seguir viendo el ir y venir de los galenos que acaban de suturar sus heridas mientras las enfermeras recogían el instrumental. De repente alguien le propinó un empujón que le hizo caer en el riachuelo.
Cuando abrió los ojos pudo ver a su madre con los ojos rojos de haber llorado, que le tenía cogida la mano. Miró a su alrededor percatándose que se encontraba en el hospital.
-Hijo mío. Has despertado.
-Hola mamá.
-¿Cómo estás cariño?
-Me duele mucho la cabeza.
Una enfermera que estaba cerca, al escucharle le dijo:
-Te aumentaremos la dosis un poco para que no te duela tanto. Has tenido mucha suerte.
Otra enfermera entró y en voz baja dijo a su compañera:
-La niña de la 306 no ha superado el coma y acaba de morir. ¡Maldito cáncer!
Aquella noche los componentes del grupo que agredió al joven sufrieron sendas pesadillas, todos la misma. Estaban presos en un castillo medieval donde una reina, sentada en el trono les estaba juzgando por sus actos. Curiosamente la reina tenía el rostro de una niña con una corona en la que podía verse dibujado un número, el 306. La reina les sentenciaba a que un enorme loro les picoteara la nariz.
Por la mañana los crueles acosadores del joven se presentaron en el instituto con sendos granos en la nariz, granos que por más que intentaron hacer desaparecer, volvían a surgir con mayor virulencia, granos que fueron el motivo de burla de todos cuantos les veían, granos que perduraron en su apéndice durante muchos tiempo, casi tanto como el que llevaban ellos riéndose del joven al que habían maltratado.
Y colorín colorado….
NO! Este cuento no se ha acabado, la historia sigue y sigue cada día en miles de colegios e institutos, en las calles, de día y de noche. Siempre hay alguien que sufre el maltrato por el simple hecho de ser considerado diferente.